Sunday, November 6, 2011

Madrid, Toledo, y Segovia


El viaje que tomé el fin de semana pasado fue uno de esos remolinos turísticos en los que se salta de aquí para allá y se intenta ver todo lo mejor en poco tiempo. Fue buen planeado por el programa, y quisiera pensar que aproveché a lo máximo de las oportunidades para explorar y descubrir. Por el carácter del viaje, he decidido dividir esto en secciones, cosa que me molesta un poco porque rompe el ritmo de la narración. Pero bueno, no puedo imponer un ritmo fluido a una serie de eventos que no ocurrió de esa manera. La forma debe reflejar el contenido, ¿no?

Toledo

Toledo 
Pasear por las calles. Ver las espadas de plata que en un tiempo me parecieron mucho más grandes y estaban a la altura de mi cabeza. Ahora me parecen chucheríaa de turista, pero lucen, como tantas cosas aquí, con el halo del recuerdo infantil. Lucen también las obras de la típica artesanía: finos hilos de oro sobre acero negro para crear un contraste sorprendente con diseños complejos. En principio no me gusta el oro, por sus connotaciones históricas de avaricia y sangre derramada. Pero por alguna razón, hago una excepción para el oro de Toledo. Nunca me quedo a contemplar un altar de oro boquiabierta, pero sí que me puedo quedar media hora en la vitrina de una tienda de Toledo. (Prefiero la plata, especialmente para las joyas; me parece menos chillón y no me hace pensar en Atahualpa. Pero la plata también tiene sus problemas. Cuando nos ponemos joyas de plata, debemos recordar los mineros pobres y enfermos del Perú que enriquecieron los cofre españoles en la época colonial, y los que en el siglo pasado siguieron siendo maltratados como nos cuenta Ché Guevara, y los que en este siglo aguardaron meses bajo tierra en Chile para ser rescatados y convertirse brevemente en héroes internacionales.)

Mi estancia en Toledo concluyó con un verdadero banquete de foie gras, ensalada de perdiz, bacalao, y el mazapán típico de la zona. Me alegré mucho porque hay pocas cosas en la vida que me gustan más que el comer bien. ¡Pobres aquellos que no quisieron ni probar el perdiz! (“Oh my God, there’s no way I’m eating a bird!” Como si jamás hubieran chupado los huesos de un pollo asado.) Me levanté con la satisfacción de haberme agotado caminando en una ciudad bonita y gris.
La Puerta de Alcalá

Madrid

Casi no tengo recuerdos infantiles de Madrid. Es cierto que pasé muy poco tiempo allí, pero también pasé muy poco tiempo en otros lugares pero se me grabaron en la memoria. Lo único que creía acordar era la Puerta de Alcalá, y más por la canción de Ana Belén y Víctor Manuel que por la propia memoria. Y resulta que no se parecía en nada como me lo imaginaba. Madrid es imponente y cosmopolita. Tanta gente. Tantos balcones de mármol. Tantas avenidas grandes. Por su mero tamaño me fue imposible hacerme una buena idea de la ciudad en un día y medio. Lo que más me impresionó fue el Prado.

Allí vi la estatua de Tiziano, Gloria, de Carlos V siendo el valiente héroe y aplastando a los herejes, los musulmanes, los otomanes—todos los que no cabían dentro del marco estricto del catolicismo del siglo XVI. La verdad es que Carlos fracasó y no pudo someter a todos, así que la estatua, replicada en el Palacio Nacional, es una mentira. Y el pobre Carlos lo sabía, mientras veía construir El Escorial donde pronto yacería. La estatua de Tiziano se puede desnudar, y el emperador entonces parece como un dios romano, pero también así se convierte en un ser vulnerable y expuesto. Con razón el museo ha decidido exhibirlo con su armadura puesta. Dejó el traje en el muñeco por así vestir a la leyenda—la historia.

En el Prado también vi Las Meninas, una copia del cual tengo colgado al lado de mi cama en casa, y en el mismo salón vi el retrato de la Infanta Margarita que inspiró el poema “Velázquez” de Rubén Darío. Y por supuesto los cuadros de Goya, encarcelado en la vida y venerado en la muerte.

Después de esa rápida vuelta por el museo, comimos bien y pude devorar todo el jamón serrano y queso manchego que se me antojaba desde hace tiempo. En la casa de Mamá Ché se come muy bien, pero tenía ganas de comer algo bien salado y fuerte.

El Palacio Nacional, que me recordó bastante a Versalles. Todo ese oro chillón, y los tapices finos, y cada centímetro cuadrado decorado de alguna forma, con simbología excesiva. A diferencia de Versalles, el palacio está situado en el centro de la ciudad. Los reyes quedaban mucho más cerca del pueblo llano así, mientras que en Versalles los reyes casi se olvidaban de París. Noté también que este palacio faltaba jardines, pero más tarde vi el Parque del Buen Retiro y me di cuenta de que, aunque no fuera Versalles, sí había jardines reales. En la armería del palacio me quedé mirando las espadas hechas en Toledo. Éstas eran espadas reales, que una vez algún capitán había blandido. La elegancia me cautivó, y tuve que hacer un esfuerzo para acordarme que lo que estaba admirando como una obra de arte en realidad alguna vez había matado.

Mariachis en Puerta del Sol, Madrid
Terminé la estancia en Madrid con música en vivo en un bar no muy turístico que encontró una amiga. La calidad de la música me impresionó, y me pregunté cuántos artistas habrá en este mundo con tanto talento, y tan poco conocidos. ¡Hasta los que tocan en las calles de Madrid son casi profesionales! Se nota que Madrid es más internacional, que como ciudad grande atrae a muchos artistas que quieren sobrevivir de su pasión, que buscan una manera de competir a lo grande. Es demasiado grande y gris para mi.


Segovia
En el camino de Madrid a Segovia atravesamos montañas manchegas con encinas amontonadas en sus colinas. Encinas que en un tiempo le dieron tinta a la pluma de Machado, encinas “con esa humildad que cede / sólo a la ley de la vida, / que es vivir como se puede.”* En Segovia nuestra manada de 31 turistas americanos atasca un callejón y de repente nos encontramos frente a su casa, la casa de don Antonio. ¡Si hubiera más tiempo! Pero por ahora me contento con mirar
desde el otro lado de las rejas
el jardín de ese poeta que me canta
con la voz de Joan Manuel Serrat
cuando no puedo dormir
ese poeta que me encarece
hacer camino al andar*
ese poeta que también buscó belleza en las palabras
cuando se enamoró de las encinas.
En la cumbre el Alcázar es una delicada tiara para la Blanca Nieves, la Bella Durmiente de azul grisáceo recortada del cielo claro del horizonte. Walt Disney la coronó con ese castillo y lo convirtió en su logotipo que se ha quemado en el trasfondo de mi conciencia como una filigrana que se superpone a la realidad imponente de los gruesos muros de piedra. Me parece que Blanca Nieves no tuvo que sacar agua de su pozo mientras cantaba a los aves en technicolor. Me parece que en la época de había una vez, llenaba su balde tranquilamente con el agua del acueducto fuerte y elegante.


Pasear por Segovia es sentirse en esos tiempos de había una vez. Perderse en una visión romántica del medioevo, que es más fábula que historia, que no se cuestiona por temor a inquietar las piedras ancianas, tan precisamente colocadas. Con una mano que me sorprende por ser adulta, toco el acueducto que hace trece años toqué con tanta emoción, y decido una vez más creer en la magia.

Granada de nuevo

En la distancia la vemos, y se va más cerca de lo que es. La Alhambra iluminada de noche, luciendo de oro bruñido, rojizo. Me sorprende que falta más de una hora para llegar a Granada. Por fin llegamos a esta ciudad—un poco ya mía—y regreso a más color. La ciudad es gris como todas las ciudades de España, pero por la Alhambra, por la actividad, por las fuentes iluminadas, por las zapaterías coquetas, tiene algo más. Me quedo con la impresión de que Toledo y Segovia son pueblos de viaje, y Madrid simplemente es un tanto demasiado. Estoy contenta de haber escogido un programa en Granada (y no por las discotecas, que es la razón por la cual la universidad tiene tantos alumnos de Erasmus), donde el ritmo es a mi gusto, las calles son bonitas, y la gente no me deja de levemente sorprender.


*Antonio Machado, “Las encinas,” Campos de Castilla
*Referencia a Antonio Machado, “Proverbios y cantares,” Campos de Castilla; “Cantares,” Joan Manuel Serrat

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